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Una historia difícil de olvidar

Mirna pareció regresar cuando la feria de los gitanos llegó al pueblo. Por la calle principal, una pobre caravana desfilaba presuntuosa, plena de promesas.

Mirna caminaba nerviosa de un lado a otro, tropezándose con sus vecinos aburridos, moviendo los brazos delgados semejantes a ramas pálidas, intentando no perder de vista a los malabaristas; al hombre tigre; a las cuatro enanas montadas sobre el lomo del elefante de paso cansino; una inmensa mujer de pelo tan azul de negro: la Mujer más Gorda del Mundo; una chiquilina de pelo blanco sobre una tarima arrastrada por seis hombres chocolate, retorciendo su cuerpo grácil como si huera extraviado los huesos en algún recodo del camino; jaulas cubiertas de arabescos rojos, azules, amarillos y verdes: tras sus barrotes se movían sombras oscuras y pesadas.

La feria se instaló del otro lado de la vía, a espaldas de la estación: una zona perdida del pueblo; un sitio sin dueño; una geografía extraña, como nacida de los sueños de Mirna.

Dos días después, la feria de los gitanos abriría sus puertas al pueblo de casas bajas y grises que se confundían con las piedras que poblaban el desierto circundante. Tras un vallado precario, las tiendas de colores chillones comenzaron a alzarse semejantes a flores obscenas; entre ellas todos parecían estar presos de una enfermedad aún desconocida, que los obligaba a moverse en medios de espasmos cerebrales: malabaristas ensayando sus rutinas a la vista de los curiosos; animales que nunca nadie había visto, hundían sus hocicos en comederos de chapa; un hombre alto, muy alto, vestido con un jacquet demasiado chico para él, daba indicaciones a un grupo de carpinteros sobre como montar un puesto de tiro al blanco; tres enanos vestidos de payaso, las caras sin maquillaje practicaban un número humorístico; al fondo, alguien echaba pasto fresco dentro de las jaulas.

Mirna busca entrever quienes son las sombras que se mueven dentro de las jaulas: bultos oscuros y tenues escapados de los paisajes de Mirna. Pero son tan tangibles como ella misma. Alguien se acerca, abre una puerta y deja una bandeja de plástico: un plato de arroz, cubiertos, y un vaso de agua. La sombra permanece quieta en el otro extremo, Mirna se esfuerza por distinguir algo de ella, pero solo es una sombra. Empuja la bandeja hacia el bulto gris, y algo parece animarse en aquel extremo de la jaula que huele a sudor. Cree ver un brazo extendido hacia ella; pero Mirna duda, tal vez fue su imaginación. Decidida fue hacia la puerta de rejas y la abrió.

En un rincón, el hombre de piel blanca tan blanca como la de Mirna, la aguarda paciente. Luego se abrazan y él la cubre con sus alas traslúcidas.