Madame Bovary, Cortázar, la novela moderna, y otras historias
En un post anterior (ver) me pongo a recomendar algunos libros -y espero que nadie lo haya tomado como mandato divino, porque en la lista hay mucho de gusto personal- y releyendo lo que escribí, me doy cuenta que ninguno de esos títulos tiene menos de veinte o veinticinco años.
El más nuevo es el de Crowley que, si mal no recuerdo, es de principios de los `80. Sospecho que esta cuestión es sintomática: con seguridad hay libros recientemente editados que dan gusto leerlos -ahora, se me ocurren Travesuras de la niña mala o Milenio negro- pero terminé optando por libros que hoy por hoy ya pueden empezar a meterse con comodidad en el rubro de clásicos.
Cuando empecé a leer con cierta pasión -mi primer libro fue La Odisea, en una versión pausterizada de la colección Billeken, cuanto tenía unos nueve años- clásicos se considaraban a Balzac, Hugo, o Flaubert (ahora me doy cuenta que nombré a tres franceses). Si bien todavía hoy nombraría sin dudar a Flaubert; Balzac me aburre con toda esa cosa decimonónica que tiene su escritura: sin dudas, Flaubert es el que da la patada inicial para “inventar” la novela moderna.
Hasta Madame Bovary el desarrollo de la novela se veía interrumpido cada tanto por el mismo autor que empezaba a opinar sobre el comportamiento de los personajes. Flaubert descubrió que ni los personajes, ni el narrador son marionetas del escritor. El narrador pasó a convertirse en alguien autónomo del autor, una voz independiente a la que solo le interesa narrar que cosas hacen, dice, ven, padecen los personajes; incluso éstos actúan por si mismos: los personajes cortaron el cordón umbilical y ahora comienzan a ser ellos mismos, empiezan a tener vida propia.
Con Madame Bovary, Flaubert “inventó” la novela moderna; la novela tal como se la concibe hoy.
Esta mañana estaba repasando títulos de libros para usar como ejemplo, y me di cuenta que los mejores libros que leí tratan historias que pueden considerarse tontas. ¿Importa que se cuenta? Creo que no. Tal vez se me pueda criticar de elitista, pero estoy convencido que lo verdaderamente importante en un libro es COMO se narra. Un buen ejemplo es Conversación en La Catedral.
En definitiva la novela es el encuentro entre un periodista (Santiago) y un ex empleado de su familia. El encuentro es casual, casi banal; y ambos terminan conversando durante unas horas en el bar La Catedral. Y eso es toda la novela. Contado así, el libro es un verdadero bodrio; lo que lo convierte en un clásico es el modo en que Vargas Llosa “cuenta” esa conversación, transformando una historia aparentemente casual y cotidiana (Santiago va a buscar a la perrera a su perro, que se extravió), en una novela increíble; y solo a través del manejo técnico de la escritura.
Alguno me podrá decir que la novela es mucho más que eso; pero en realidad todo lo que se narra en ella tiene como eje aquel encuentro en La Catedral, sin la conversación del título el resto tiene poco sentido.
Cuando se empieza a escribir uno parece estar preocupado por que cosa decir; y se encadena al estigma del mensaje de la historia a narrar. Luego, uno comienza a sospechar que poco de eso es importante. El mensaje (palabra espantosa, pero no encuentro otra mejor para representar lo que estoy tratando de decir), nunca lo vamos a encontrar explicado de mano del escritor. Eso que algunos llaman mensaje o a veces tema, al escritor poco le debe importar dejarlo en claro sobre el texto.
Desde hace bastante tiempo sabemos que cualquier historia narrada, es en realidad dos historias: una, aquella que el narrador pone en palabras sobre el papel, la historia que leemos. La otra es la que transcurre bajo la superficie de la materia narrada, la segunda historia; aquella que en la novela o el cuento modernos, nunca se narra en forma directa.
Esta segunda historia es la mas compleja de manejar para el escritor. ¿Uno tiene que meter mano en ella, y disponer según su capricho?; ¿o es preferible que se narre a si misma, sin que uno se entrometa?
Prefiero siempre la segunda opción. Si de algo estoy convencido en literatura, es que la historia tiene, por si, vida propia, y el escritor no debe entrometerse en ella. Uno de los mejores ejemplos de lo malo de entremezclar las ideas del autor con la materia narrada es Cortázar.
Partamos de una base: Cortázar es uno de los escritores peor leídos en Argentina.
Él tiene dos etapas muy diferenciadas en su producción. El quiebre se produce en la segunda mitad de los `60, luego de la publicación de Rayuela.
Cuando se habla de Cortázar, ¿cual es el primer argumento a través del cual se lo defiende y admira como escritor? La respuesta es su postura política de izquierda, su conocida defensa a la revolución nicaragüense, etc.
Esta postura pública de Cortázar aparece en la segunda etapa creativa de la que hablo. Durante éste periodo, escribe libros como El libro de Manuel, Los autonautas de la cosmopista, o Fantomas contra los vampiros internacionales. Obras por completo impregnadas de la ideología que el Julio adoptó por aquellos años. Sus ideas políticas están metidas de prepo en estos textos, transformándolos en libros bastante aburridos y falsos; casi podría considerárselos pasquines.
Ahora bien, ¿que pasa en la primera etapa?. Ocurre todo lo contrario. Sus concepciones ideológicas permanecen por completo ausentes de sus cuentos, o al menos sólo se dejan entrever de modo disimulado a través de esa segunda historia que nunca se cuenta (un buen ejemplo es el cuento Las ménades); por supuesto lo mejor de su producción se sitúa en ésta etapa.
Estamos frente a un terrible problema: en ésta primera época, Cortázar era un auténtico gorila; alguien que por cierto repugnaría a la gran mayoría de sus admiradores. Sin embargo, su mejor producción literaria corresponde a ese periodo. Pero no hay en ella atisbos evidentes de las ideas propias del escritor; él funciona como simple vehículo para contar la historia.
En éste primer Cortázar lo que importa es que se narra, y el como se narra. Estamos frente a la materia narrada pura: la historia y el modo en que se cuenta la historia.
Seguramente, si ésto es leído por alguien que está siguiendo el blog, se podrá pensar que me estoy contradiciendo respecto de algún post anterior; en el que me refería al hecho de renegar de la intelectualización en el arte. Esto no es una contradicción, ya que ambas cosas (en apariencia contradictorias) son válidas: el escritor debe tener la suficiente valentía como para dejar que la historia fluya por si misma, sin dejar que se contamine con sus propios preconceptos o ideas; pero al mismo tiempo creo que la técnica (manejada de forma consciente, o no) es fundamental a la hora de crear un texto literario de calidad (lean esto)
Bien; ¿pero que tiene que ver todo lo anterior con la novela moderna, y sobre leer a los clásicos?
Me reconozco un tipo bastante disperso a la hora de escribir, por lo que no creo ser lo bastante bueno como para hacer un texto de éste tipo, tan cercano al ensayo; pero voy a tratar de retomar el hilo que me había impuesto.
Mi intención primera fue la de hacer un defensa por la lectura de libros que pueden considerarse clásicos. Un clásico no se crea a partir una premisa del escritor; en realidad a ningún escritor auténtico le pasaría por la cabeza escribir un libro con esa intención. A un clásico tampoco lo crean los críticos, en este caso la fama del libro va a ser efímera. Tampoco son los lectores los culpables, al menos no del todo.
Sospecho que un clásico se hace a si mismo; esta virtud vive en el libro por si misma, sin intención del escritor, ni del editor. Si la historia narrada es capaz de tener vida propia, a la larga se convertirá en un clásico. Uno de los mejores ejemplos que se me ocurren es Kafka.