Cartografías
Los escritores somos hijos de las lecturas que hemos tenido. Nada es por que sí, y muchas veces podríamos sorprendernos al conocer cuales son los libros leídos por los escritores; se sabe que Úrsula LeGuin admira la poesía de Diana Belessi. Pero los libros y escritores que rechazamos también son una guía para comprender que escribimos; por ejemplo, Bioy despreciaba el realismo exacerbado de Joyce: los libros no leídos hablan tanto o más de nosotros que aquellos guardados en nuestra biblioteca.
Mi primer libro lo encontré a los ocho años; fue La Odisea, en una versión pausterizada de la colección Billiken. El viaje de Ulises fue el inicio en mi viaje por la literatura: su periplo, como cualquier otro viaje, es un rito iniciático. El paso entre los acantilados de Escila y Caribdis, es la escena que más recuerdo: ahora, treinta y dos años después, pienso que el constante ir y venir de las aguas entre sus moradas, es una metáfora sobre las decisiones que debemos tomar en nuestra vida: ¿acercarnos a una o a otra? ¿cuál de los dos monstruos será el menos peligroso para nosotros? La única opción segura es el camino entre ambas, pero también es el más arduo de sostener: quizás Homero creía que mantener el equilibrio entre las tensiones y fuerzas que gobiernan nuestro día a día era la senda adecuada, a pesar de las dificultadas que nos acarrea.
Mis libros siguientes, también trataron sobre viajes: Los hijos del capitán Grant y Viaje al centro de la Tierra. En el primero me encontré con un dato curioso, parte de la acción transcurre en lo que ahora es Mar del Plata (donde vivo): Sierra de los Padres y Cabo Corrientes. El segundo fue mi primer contacto con la ciencia ficción. Hoy me perecerían dos novelas pretenciosas y, por momentos, aburridas; pero fueron el modo de acercarme, en especial con Viaje al centro de la Tierra, a la razón que debería tener todo libro; me refiero a la sorpresa y entusiasmo; al poder que tienen los libros de maravillarnos, sin importar cuan plausible pueda ser la historia que nos están contando. Debería decir que hoy por hoy, Verne no es un escritor que me agrade; su obsesión por atarse al cientifismo de la época, lo hizo caer en historias, como De la Tierra a la Luna, por completo absurdas. Es conocida la anécdota en la que Verne reniega de Wells diciendo de éste “el inventa, yo uso la ciencia”. Pero el tiempo le dio la razón a Wells: él imagino que la única forma de viajar a la Luna era con cohetes; Verne creía hacer ciencia al proponer viajar a la Luna dentro de una gran bala hueca lanzada con un cañón gigantesco. De más está decir que Wells, desde lo literario, se planta muy por encima de Verne.
Mas o menos por esa época, yo tendría unos diez años, me hice adicto al policial enigma; creo haber leído casi todo Agatha Christie a razón de un libro por día; aunque mechada con algunas otras cosas como La bestia debe morir. Una de las novelas que más recuerdo de Christie es El truco de los espejos, curiosamente es de sus libros menos nombrados.
Los diez (u once) años fueron el periodo en que comencé a descubrir la sexualidad: percibir la atracción hacia algunas compañeras de escuela, y el descubrimiento del cuerpo (onanismo). Entusiasmado por las historias que me contaban esa gente que escribía libros, tuve el impulso de escribir. Si tanto me apetecía leer lo que escribían los otros, ¿por qué no escribir yo mismo? Hace algunos años, revolviendo papeles viejos, encontré un cuaderno Rivadavia, las tapas amarillentas y crujientes, las páginas cubiertas con una letra que no logro reconocer como propia, en la que narro una historia de espías, al estilo James Bond. En algún momento narro una relación sexual entre el protagonista, una chica muy sexy y dos parejas más. Al releerlo se que es naif y por momentos ridículo. Muchas veces he pensado si mis padres algunas vez descubrieron el dichoso cuaderno y lo leyeron: prefiero no saberlo.
Hasta los catorce años continué leyendo de un modo bastante desapasionado hasta que en el colegio leímos El sur. Ese fue mi verdadero clic literario: supe sin dudarlo que eso me apasionaba. Borges se convirtió en mi puerta de entrada al mundo de la literatura fantástica y la ciencia ficción. Luego llegó Cortázar con Continuidad de los parques, Una flor amarilla, y mi primer contacto con el experimentalismo: Señorita Cora; y también con el primer libro de ciencia ficción que leí, Un toque de infinito, de Howard Fast. Otro autor que avivó mi entusiasmo por la ciencia ficción fue Bradbury, uno de los escritores predilectos de las profesoras de Lengua y Literatura.
De Bradbury me gustaron sus, por momentos, descabelladas historias, teñidas de una clase de sentimentalismo poético que nunca es llorón. Bradbury es un escritor extraño; si bien el motivo de sus cuentos es el futuro (salvo en las novelas policiales) en ellos flota siempre un sentimiento de nostalgia por el pasado. Durante esos primeros pasos por la ciencia ficción transité por Asimov. Tal vez por ser él un icono dentro del género, lo leía con entusiasmo, pero ahora lo veo como un escritor presuntuoso y aburrido. Por supuesto todavía a algunos de sus libros como Yo robot, o Bóvedas de acero se los puede considerar clásicos, y son de lectura casi obligada para conocer la ciencia ficción; pero otros, Un guijarro en el cielo o la interminable y aburrida saga de la Fundación, son bodrios olvidables.
A partir de ese momento comencé a leer cf con avidez, aunque siempre permanecí ajeno al fandom. Pensaba, y aún lo hago, que la lectura es un acto privado, en el que la comunión entre el libro y el lector es un acto en solitario; las discusiones, los intercambios de opinión vienen después. El entusiasmo y el aislamiento de fandom de la cf se me ocurre contrapuducente, han construido alrededor de ellos un muro demasiado alto contra el resto del mundo literario: ni ellos, ni algunos de sus autores pueden crecer en esas condiciones. Hace poco tiempo leo un reportaje a una escritora española de cf (no recuerdo ni siquiera el nombre) en la que despotricaba contra los escritores que se dedican a contar historias simples, describiendo lo que fulano o mengano hacen en un día cualquiera de su vida; me gustaría hacerle leer Un delito para el señor Lewellyn, de Theodore Sturgeon; un autor que tiene adosado el mote de escritor de ciencia ficción. O que diría la escritora en cuestión sobre El Castillo, de Kafka; El lugar, de Mario Levrero; o Ulises, de Joyce.
A pesar de hacer una lectura apasionada de la cf, la misma no lograba resultarme lo suficientemente incitante, y la “otra” literatura se me antojaba demasiado aburrida y falta de ingenio o provocación; algo parecido a lo que le pasa a la escritora que acabo de nombrar, pero entonces yo tenía diecisiete años. Por casualidad me encontré dos volúmenes de cuentos de un autor al que habia escuchado nombrar, y eso fue el summun: al fin había logrado entrar a la buena literatura a través de la simple satisfacción por leer; por el impulso de saberme sacudido con extructuras narrativas, luego lo aprendería, que se amoldaban a los cánones de la literatura “culta”; los libros eran Pasaporte a la eternidad y Playa terminal, J. G. Ballard.
El primero es un libro de cuentos en el que aún Ballard mantiene una relación explícita con lo que se conoce como ciencia ficción; en Playa terminal atraviesa el molde rígido del género para adentrarse en sus primeros experimentos formales. Algunos podrán decir que la etapa de experimentación llegará, en Ballard, algunos años después, con La exhibición de atrocidades, pero cuando hablo de experimentación me refiero a los ya presentes trabajos sobre la extructura narrativa de los cuentos, un ejemplo es el cuento Playa terminal, donde existe un intento por subvertir el esqueleto de la narrativa clásica.
A partir de allí comienza mi búsqueda por una literatura en la que no medien los límites de género o estilo; busqué (y busco) leer cualquier cosa que me satisfaga como lector crítico. No me interesa leer un libro como pasatiempo, si la materia narrada es buena, el libro no termina con la última corrección hecha por el autor; por el contrario, un texto es algo vivo que renace y vuelve a desarrollarse con cada lectura que se hace de él.
Una lista de autores que me interesan (sin orden de preferencia ni calidad, simplemente a medida que llegan a mi):
J. G. Ballard, Theodore Sturgeon, Bret Easton Ellis, Ray Bradbury, Truman Capote, Jorge Luis Borges, Abelardo Castillo, Juan Carlos Onetti, Stanislaw Lem, Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Jacobo Fijman, John Crowley, Charles Bukowski, Cordwainer Smith, Arthur Rimbaud, Albert Camus, Franz Kafka, Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Carlos Gardini, William Burroughs, Horacio Quiroga, Marques de Sade, H. P. Lovecraft, Ernest Hemingway, James Joyce, William Faulkner, Erica Jong, Adolfo Bioy Casares, Antonio dal Masetto, Andrés Rivera, Juan Rulfo, Angélica Gorodischer, Italo Calvino, Roberto Arlt, Mario Vargas Llosa, Kenzaburo Oe, John Dos Passos, Herman Melville, Joseph Conrad...