Singularity, de Peter Hammill: solo para paladares exquisitos

Ayer escuché Singularity, el nuevo disco de Peter Hammill.
Intentar hacer un comentario de este disco es complejo. Por un lado es un quiebre profundo con su producción de diez años a esta parte; y por otro no dejan de haber puntos de contacto con cierta parte de su producción anterior.

En el primer tema, Our eyes give it shape, retoma la veta popera que transitó a partir de Skin, y que llegó a su cima en In a foreign town: una canción que no desentonaría en ninguna FM; pero la canta Hammill, y hacia el final comienza a preanunciarse lo que nos espera en el resto del disco: la ausencia casi total de melodías instrumentales, solo su voz (por momentos doblada, triplicada, cuadruplicada) danzando sobre colchones sonoros densos, pesados, de guitarras sobregrabadas una y otra vez; el sonido saturado, manipulado hasta la nausea; casi no existen sonidos de guitarras limpios, el overdrive y el fuzz explotan en cada pista. Hammill parece haber procesado sus experimentos sonoros de fines de los ´70 (pH7, The future now) y principios de los ´80 (Sitting targets, A black box) y los encerró en un formato actual, violentamente moderno.

El disco, como un todo, es soberbio; quizás su mejor trabajo desde Roaring forties (1994); son nueve temas desarrollados a lo largo de poco menos de 45 minutos, que se abalanzan sobre uno como una catarata de sonidos estridentes, furiosos, zumbantes.

Por supuesto, no es un disco fácil de escuchar para aquellos que no conozcan a Hammill; pero aquellos que lo siguen, y conocen su obra, van a encontrarse con una joya: algo así como el disco que podría grabar hoy, Rikky Nadir.